El día de los muertos

Después de haber pasado esta experiencia traumática y de tener la boca llena de acidez, ahora llevo en la bolsita mi cena y mis vísceras. Vuelvo a coger mi diario. A mi parecer estas experiencias nos preparan y acercan a la muerte. Recuerdo que para el día de los muertos mi madre con una semana de anticipación se preparaba para este día, preparaba la leña, nos hacía limpiar el horno. Por la noche se dejaba lista la masa del trigo molido, molido en el molino de don Humberto. Nos despertábamos al primer canto del gallo “el pituco” (esa fue su última madrugada que nos despertó porque ese día fue sacrificado para reparar las fuerzas de la jornada) para empezar hacer el pan, los biscochos, los muñecos y las palomitas. Terminado el trabajo en la sala se ponía muchos presentes para los muertos y entre ellos el fruto de la jornada ¡ahh! y a comida favorita del abuelo Damián “cecinas shilpidas”. A la hora del almuerzo había un plato servido con la presa más grande, mamá para quien es ese plato, hijo es para el abuelo. Es así como los muertos vivían entre nosotros, convivías con ellos, haciéndose realidad lo que decía don Miguel de Unamuno al definir al hombre “el hombre es un ser que entierra muertos”. Este día tenía y tiene un gran carácter festivo, pero yo me pregunto acaso la muerte no es el culmen de la existencia del hombre, instante en el que antes de partir de este mundo te interrogaras ¿valió la pena vivir? Esta pregunta me recuerda a Hamlet cuando tiene una calavera cerca de él y empieza a interrogarle; qué habrá sido en la vida esta calavera: un mercader, un poeta… qué significado tuvo su existencia o será como diría Cohélet “vanidad de vanidad todo es vanidad”.

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