Cuento "Lección de Vida" por Jhonatan Chávez Boy

“Si sientes el dolor de los demás como tu dolor, si la injusticia en el cuerpo del oprimido fuere la injusticia que hiere tu propia piel, si la lágrima que cae del rostro desesperado fuere la lágrima que también tú derramas, si el sueño de los desheredados de esta sociedad cruel y sin piedad fuere tu sueño de una tierra prometida, entonces […] habrás vivido la solidaridad esencial”
(Ernesto “Che” Guevara)

       - Llévame contigo – me dijo aquél anciano, mientras sus lágrimas caían de sus ojos moribundos –, ayúdame a escapar, no quiero seguir aquí. Por favor, ayúdame, te lo suplico.
 El corazón se me partía al verlo llorar como un niño y tener que rechazarlo.
Al salir, fue peor que salir de una cárcel. Maldije esta sociedad, esta vida. Renegué de Dios, de los hombres. 
       Me juré nunca más volver.

       - Gracias – le dije a la monjita que me recibió al llegar.

***
       Aquella mañana no tuvimos clase. Esperamos al profesor poco más de media hora, luego decidimos retirarnos. Al regresar, pasamos frente al asilo de ancianos y una compañera comentó:
       - Qué triste será vivir aquí – dijo, señalándolo.

       Fue entonces cuando me interesé en escribir esta historia.

       Por la tarde visité el asilo. Unas serias monjitas me recibieron en la puerta. Tenían a un gigantesco Jesucristo en la entrada. Me preguntaron si es que tenía algún familiar allí. Les respondí que no, que sólo iba de visita.

       Lo que quería era conocer y escribir acerca de aquella realidad, tan oculta para nosotros que vivimos en el mundo exterior.

       En el bolso de mi casaca llevaba una pequeña libreta y un lapicero, para tomar algunos apuntes.
Luego de preguntar mis datos y cuál era el motivo de mi visita, por fin me dejaron entrar.
      
       - Pase – me dijeron, abriendo una segunda puerta que daba al interior.

       Al entrar, el viento me golpeó la cara y mi cuerpo se estremeció de frío. Un fulguroso jardín de rosas y margaritas me daba la bienvenida. Ancianas inmóviles sentadas en sillones pegados a la pared, recibían el escaso calor solar. Al sentir mi presencia, salieron de su espasmo. Algunas me miraban con cierta extrañeza, otras con cierta esperanza. Una de ellas me alzó su arrugada mano, haciendo señas para que vaya con ella.
 
       Me acerqué.

       - Cuánto tiempo sin verte – me dijo, jalándome del brazo. – ¿Por qué demoraste tanto?
       - ¿Usted me conoce? – pregunté sorprendido.
       - Pero claro, si tú fuiste quien me trajo aquí.
       - No señora, usted me está confundiendo con otra persona.
       - ¿Cómo que no eres tú? Tú eres César, mi hijo.
      
       - No señora, usted me confunde. Mi nombre es Santiago, y es la primera vez que vengo de visita por este lugar.

       - ¿Ernesto? No, tú no eres Ernesto, tú eres mi hijo César. ¿Recuerdas que me dijiste que te espere aquí un momento, que vas a una fiesta y luego regresas por mí? ¿Por qué demoraste tanto, hijo? – decía mirándome a los ojos y jalándome cada vez más fuerte. Sus lágrimas empezaban a brotar.

       - Yo no soy su hijo señora – respondí, tratando de soltarme de sus manos –. De verdad, no lo soy – le dije y me alejé.

       - No me vuelvas a dejar sola César, por favor. No te vuelvas a ir – escuchaba su llanto a mis espaldas.
Esa primera impresión me fue decepcionante. Empecé a arrepentirme de haber entrado a aquel lugar. Preferí no saber nada, salir en ese preciso momento y dejar todo así como estaba… Pero no había que huir a la realidad, al contrario, pensé que primero habría que conocerla.

       Caminé unos metros más adelante, una viejecita dormía. A su costado, con los ojos cerrados, otra de ellas trataba de entonar muy despacio una canción. Apenas se la oía.
Continué mi rumbo.

       Una ancianita quieta me miró al pasar.

       - Buenas tardes – ofrecí mi saludo para entablar conversación, pero ésta no respondió. Cerró sus cansados ojos y me ignoró. Quedé parado frente a ella. ¿En qué estaría pensando aquella mujer solitaria?
    
       - Esa es así. Nunca conversa, parece que ya hasta se le ha endurado la lengua – escuché la voz ronca y cansada de una señora. Al buscar con la mirada de dónde provenía esa voz, descubrí a una mujer de tez blanca, ojos celestes y cabello canoso, algo alborotado por el viento. Se hamaqueaba en su sillón. Inspiraba confianza.

        Me acerqué hacia ella.

       - Buenas tardes, señora.
       - Señorita – corrigió.
       - Perdón señorita – le dije, y me regaló nuevamente una sonrisa.

       A pesar de su avanzada edad, esa mujer se veía lúcida, animada, sonriente. Sus rasgos físicos no estaban acorde con su juventud interior.
    
       - ¿Qué te pasa muchacho? – interrumpió mis pensamientos.
       - Ah…, este… ¿podría acompañarla un momento?
       - Si usted gusta.
       - Sí, claro. Gracias – respondí.

       Esa mujer que se mecía tranquila, me inspiraba cierta ternura. Su mirada me daba tranquilidad, paz. Hizo un gesto que invitaba a sentarme.

       - ¿Qué te trae por acá? – me preguntó.
       - Siempre paso por este lugar para ir a mi casa, pero nunca he entrado a un asilo. Hoy es la primera vez que vengo por aquí y quisiera saber cómo es.
   
       - Uy muchacho – se lamentó –. Si por lo menos te lo hubieras imaginado, no hubieses venido.
       - Pero ¿por qué? – pregunté.
       - Este es un lugar muy triste. Así como nos ves aquí sentados, así estamos todo el día, desde que amanece hasta que anochece. Muy pocas veces viene gente. Ni las conocemos pero vienen a visitarnos, así como tú – dijo mirándome, y me volvió a sonreír – y aprovecho para contarles mi experiencia, no quiero que pasen lo mismo que yo.
 
      - Pero usted no se ve tan mal aquí.
      - ¿Y qué voy a hacer muchacho? ¿Por qué voy a sentirme triste ahora? Ya no. La vida me ha enseñado tantas cosas y ahora he aprendido mucho, aunque ya no hay para qué, sólo para compartir mis experiencias. Te voy a contar…

       ¿Qué sería lo que aquella mujer tenía tan guardado en el fondo y deseaba compartirlo con un desconocido? Iba a empezar, saqué mi libreta y empecé a tomar nota:
Nací en medio de una familia privilegiada. Fui hija única y por eso tenía todo: dinero, educación, y sobre todo belleza. Mi padre era un político aristócrata y mi madre una mujer acomodada. Orgullo era lo que más me sobraba.

        Crecí como cualquier niña consentida de la alta clase. Estudié en un colegio religioso. Fui muy buena alumna, siempre sacaba los primeros puestos.

        Cuando era adolescente ingresé a la universidad y me conocí con un joven, él se enamoró tanto de mí que me propuso matrimonio. Era un buen hombre: inteligente, buen mozo, pero de familia humilde. Eso último me desanimó. Yo creía que merecía algo mejor y siempre lo rechazaba. Cuando me sentía sola o necesitaba de algún favor, él siempre estaba ahí, dispuesto a apoyarme; pero cuando salía de mis problemas, lo dejaba de lado, lo humillaba. Él siempre se portó como un caballero... Eso era, un caballero. Hoy sé que ya está bastante mayor y que tiene una linda familia y una esposa que lo valora. Me alegro mucho por él.

        Cada vez que iba soltando sus palabras, se la veía envejecer, desmayar. Su mirada se había centrado en un punto fijo, vacío. Por primera vez la vi triste. Prosiguió:
Como mi familia tenía contacto con funcionarios, ejecutivos y personas de gran importancia en la ciudad, y dado a la belleza de la cual me había dotado la vida, nunca me fue difícil conseguir un trabajo. Empecé como administradora en una empresa, ahí me conocí con otro muchacho. Éste era un alto ejecutivo y ganaba muy buen dinero. Él era descendiente de familia extranjera, así lo manifestaba su blanco rostro cubierto por ralos cabellos amarillos y ensortijados y su apellido difícil de pronunciar. Me invitaba siempre a cenar. Varias noches salíamos a caminar, otras íbamos a fiestas, hasta que un día me manifestó los sentimientos que despertaba en él y me dijo que le gustaba. Como era lógico, lo rechacé. Muchas veces trató de insistirme, pero yo no le correspondía, creía que algo mejor me esperaba en el futuro.

        Y ese futuro llegó. Por cosas del destino o quién sabe qué, un chico llegó a vivir frente a la casa. Era un chaparrito, moreno, de nariz prolongada y vestir descuidado. Siempre que salía rumbo a algún lugar lo encontraba y me decía cosas raras. Casi siempre lo encontraba por cualquier sitio. En las noches, desde mi ventana, lo veía reunirse con otros chicos de igual vestir. Ahí se reunían, ponían música y tomaban, tanto así que me llegué a acostumbrar a su presencia. Era raro el día que no lo veía y ese día lo echaba de menos. Me estaba enamorando de él.

       Una noche al llegar a mi casa lo encontré algo mareado, se me acercó y se presentó. Me dijo que se llamaba Cristian, que siempre me veía y que quería ser mi amigo. Le dije que ya. Conversamos largo rato, luego se acercó y me besó en la boca.

       Nos veíamos todos los días.
A mi madre no le gustaba que me reúna con él, me decía que era un vago, que nunca hacía nada. Yo me molesté, le dije que era una buena persona, que ella no lo conoce, que si lo conociera no hablaría así de él. Me enamoré verdaderamente. Lo veía como el hombre perfecto, el que me haría feliz por el resto de mi vida. No me importaba lo que era ni cómo era. Sólo quería estar con él siempre.

       Influyó mucho en mí, me cambió totalmente: me llevaba a discotecas, bailábamos y tomábamos hasta la madrugada. Me prometió de todo. Me decía que viva con él, que siempre estará conmigo.
Lo llevé a mi casa, mis padres lo conocieron, se resintieron mucho conmigo. Peleé con ellos, me fui de la casa, dispuesta a no regresar. No quería nada de ellos. Renuncié a todo lo que tenga que ver con mi familia.
Con lo que recibía de sueldo alquilé una casa, algo pequeña, pero suficiente para vivir cómodamente. Al poco tiempo salí embarazada, noticia que recibí con mucha ilusión. Pero a Cristian no le pareció bien.
Poco a poco su comportamiento fue cambiando, ya no era el mismo de antes: no le gustaba salir conmigo, tampoco me trataba igual y su inclinación por el licor se fue convirtiendo en adicción.

       Mientras lo días iban pasando, su comportamiento fue empeorando. En las mañanas veía televisión o dormía hasta tarde y por las noches salía de casa y llegaba mareado a gritarme y pegarme. Me decían que me separe de él, que ese hombre no era bueno; pero yo sentía que lo quería y tenía la esperanza de que iba a cambiar, sólo nos faltaba comunicación.

       Pero las consecuencias fueron otras. Una noche llegó muy mareado, quería que le dé dinero para que se vaya a tomar. No se lo di. Se molestó mucho conmigo, me pegó en el vientre y perdí a mi hijo.

        Le dije que se fuera, así lo hizo. Se fue rompiendo todo e insultándome. Lamenté mucho haber dejado atrás a mi familia, mis amigos, y varios pretendientes buenos, para terminar con él. Pero ya estaba hecho…

       Sus ojos brillaban anunciando la lluvia que desbordaba su alma. Su primera lágrima cayó sobre la tierra seca y se llevó las manos al rostro. Luego se frotó la vista y sin levantar la mirada continuó:
Tuve que volver al hogar de mis padres. Me recibieron de la mejor manera, me perdonaron todo.
Juré nunca más estar con un hombre, creí que todos eran iguales. Me formé un mal concepto de ellos.
Mientras me dedicaba al arte, al estudio, al trabajo, y otras cosas en qué distraerme, el tiempo fue pasando. Fuimos envejeciendo. Mis padres murieron dejando todo a mi nombre. Quedé sola, no tenía a nadie, y los achaques empezaban a manifestarse. No había quien me vea.

       Pensé que lo mejor era venir a este lugar y gracias a las pertenencias que me dejaron mis padres, pude otorgarlas al asilo a cambio del cuidado que me podían dar. Así logré entrar aquí y aquí estoy, como me ves, resignada y contándote mi vida. Por eso usted, joven, no cometa lo que yo cometí. Rechacé todas las buenas oportunidades que la vida me ofreció y me enceguecí en lo peor. No puedo culpar a nadie, la culpa es sólo mía…

       Terminé de escribir, puse la libreta y el lapicero sobre mi regazo. En ese momento me sentí triste, desubicado, no sabía qué decir. Su mirada vacía y acabada se desvanecida sobre la nariz colorada por el llanto y hacía en mí una tristeza compartida. Recién supe cuánto dolor existía en esa mujer, cuánto conocimiento, cuánta experiencia. Cómo era la vida, saber tantas cosas cuando esta está muy pronta a abandonarnos. Es algo insensato…

        Luego, algo más calmada y cambiando de tema, me habló sobre una viejecita que estaba al frente, me dijo que le había contado que sus hijos la habían dejado ahí porque no había quién la cuidase y que tenían que trabajar y no tenían tiempo para ella. Era un estorbo para su familia.
No tardó mucho en quedarse dormida.

       Caminé un poco más. Vi que a una ancianita le daban de comer en la boca con una jeringa y a otra le gritaron porque se había orinado en la cama. Luego fui al pabellón de varones. Un señor de terno veía la televisión, tendría cincuenta años a lo mucho. Supe que fue ingeniero y que estaba allí porque no tenía familia.

       Un hombre se me acercó, me pedía limosna. Luego me dijo que le ayude a salir, le dije que no podía hacer eso. Me rogó, sus lágrimas empezaron a brotar de sus ojos:

       - Llévame contigo, ayúdame a escapar, no quiero seguir aquí. Por favor, ayúdame, te lo suplico – se arrodilló ante mí.

        El corazón se me partía al verlo llorar como un niño y tener que rechazarlo.

       Ya no soportaba más ver ese sufrimiento. Era otra realidad, otro mundo. Decidí abandonar el lugar.

       Al salir, fue peor que salir de una cárcel. Maldije esta sociedad, esta vida. Renegué de Dios, de los hombres, de ver a tanta gente condenada a cadena perpetua sin delito alguno…

       - Gracias – le dije a la monjita que me recibió al llegar.

       No me dio ninguna respuesta.

       Juré nunca más volver a entrar a un lugar como ese, nunca más.

       El calor de la ciudad me recibía nuevamente. El sol ya se ocultaba en el horizonte. La bulla de los carros era interminable. Todo volvía a la normalidad.

Foto referencial
Cajabamba, julio de 2011 - Trujillo, agosto de 2011

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